La concesión del Premio Nobel de la Paz a la Unión Europea es, como reza el editorial de
Le Monde del 13 de octubre, “
ampliamente merecida”. Pero la paz vino a cambio de la despolitización. La Unión Europea nos libró de la guerra, pero a cambio nos libró también de la política. De hecho, la famosa
declaración Schuman no fue un acto constituyente fruto de una revolución popular, sino todo lo contrario: la declaración de intenciones de un proyecto de despotismo ilustrado, fundamentado en la paulatina y supuestamente inevitable integración funcional de sectores económicos. No podía ser de otra manera, pues ésa era la mejor solución para la aporía europea: la de integrar a un continente que no es (al menos todavía) un pueblo.
Tienen razón los que dicen que la Unión Europea es un proyecto único, sin precedentes en la historia. Es, de hecho, el ensayo de
una federación mundial, imposible de realizar mientras el mundo humano sea político (fundamentado en identidades y en conflicto), o mientras el mundo sea
un pluriverso y no un universo. Esta es la razón por la cual la Unión Europea no es ni será jamás popular, porque no apela al colectivo sino al individuo. En este sentido, es un proyecto puramente liberal: tiene por objetivo crear un espacio de libre comercio y vida privada. La UE tiene dificultades para levantar pasiones porque no se define como colectivo (¿por qué no integrar a Turquía? ¿e Israel? Y ya puestos, ¿por qué no a Japón?). Al no saber lo que es, tampoco es capaz de definir al otro, al enemigo. Se niega, porque no quiere adherirse a las categorías de un mundo dividido por identidades colectivas. La Unión Europea es el proyecto del individuo en cuanto a ser humano, no en cuanto a nacional europeo. La UE es la
cristalización política del cosmopolitismo, con todos sus correlatos: belleza etérea y frígida. Amar a la UE es querer a
la novia mecánica.
Durante décadas, los europeístas se han empeñado en decir que la Unión adolece de un
problema de comunicación. Si los periodistas informasen más y mejor, y si los líderes nacionales ejerciesen una labor pedagógica sobre lo que es la UE, las gentes de Europa sabrían apreciar la Unión y participarían más. Diagnóstico equivocado. El problema de la UE no es de comunicación, sino cultural y estructural. Los europeístas deben asumir, o por lo menos debatir, las siguientes provocaciones:
1.- La democracia de masas está íntimamente ligada al nacionalismo. Para que los europeos aceptemos decisiones redistributivas sin que chirríe el sistema, necesitamos una identidad común. De lo contrario, ocurrirá lo que estamos viendo: los periféricos tildarán a Merkel de nazi, y los alemanes querrán cerrarle el grifo a los vagos del sur. El nacionalismo tiene un doble filo: por una parte, se fundamenta en una ficción de homogeneidad, que a menudo se consigue mediante guerras, deportaciones y genocidios. Por la otra, permite la democracia de masas al crear una comunidad de solidaridad. La creación de esa homogeneidad es
un proceso muy sucio (véase Turquía), pero una vez conseguida se puede establecer una democracia de masas. No hay nada más anti-nacionalista y, por lo tanto, anti-democrático (en el sentido de un pueblo,
demos, que detentaría el poder, el
kratos) que la UE. Y no es ningún escándalo que así sea: no hay otra solución para integrar tal diversidad. Mientras no exista
nación europea, es peligroso jugar a la democracia a escala europea. Intuitivamente, los padres fundadores lo sabían, de ahí que optasen por un programa funcionalista, de integración sectorial. Como el gobierno de élites carecía de legitimidad popular, a mediados de los 60 los gobiernos nacionales entraron 'a saco' en las Comunidades Europeas, dando forma a la confederación que tenemos hoy en día, con el Consejo Europeo al frente de la nave. La creación de un Parlamento Europeo calmó a los federalistas, pero debido a ese déficit cultural (
Europa no es una nación), todavía carecemos de una misma normativa electoral para las elecciones europeas, no existen partidos europeos (salvo en el papel) y las elecciones europeas no determinan un cambio de gobierno (¿estaríamos dispuestos a elegir entre un candidato conservador de Estonia y uno socialista de Rumanía?). La baja participación electoral en las europeas no es fruto de la ignorancia de los europeos, sino una actitud plenamente racional.
2.- El interés europeo se defiende mejor en secreto. Al no existir una identidad europea, la tan lamentada falta de transparencia de las instituciones europeas es, paradójicamente, la mejor manera de defender un interés europeo. Mientras no exista una opinión pública europea, airear las concesiones que unos gobiernos hacen para obtener una ventaja en una futura negociación no tendría sentido, ya que paralizaría la
maquinaria institucional. Los gobiernos nacionales necesitan el secreto para poder traicionar temporalmente a su propio pueblo, que se verá beneficiado por una futura concesión que no se puede revelar en el momento de la aparente traición. Existe, por lo tanto, un interés poco confesable para mantener el secreto en el gobierno de la UE. Hay otras dos fuentes extra de secreto además de la proveniente del equilibrio de los intereses nacionales: la planificación tecnocrática y la ‘gobernanza’ corporativa. La planificación tecnocrática de la Comisión Europea podría definirse, a grandes rasgos, como una benigna conspiración. Si no fuese por el despotismo ilustrado europeo, España jamás disfrutaría de la legislación ambiental actual. De hecho, muchos gobiernos locales solo acceden a construir depuradoras de residuos ante la amenaza de una multa europea. Sin embargo, el aislamiento del control popular ha devenido en un exceso de gasto en infraestructuras, sobre todo en los países del sur europeo, como España. Los gastos están perfectamente auditados, pero
nadie se pregunta por qué o quién decidió tal gasto. Y, gracias al principio de subsidiaridad, no tenemos a ningún representante europeo cortando las cintas de las inauguraciones financiadas a un 80% por los fondos FEDER. La ‘gobernanza’ es el sinónimo amable del viejo ‘corporativismo’, mediante el cual
la sociedad civil organizada co-legisla con el gobierno. En el caso europeo, como no tenemos un pueblo europeo detrás, la Unión Europea llega a la sociedad civil organizada, pero no a la sociedad en general, inorgánica, sin línea directa con Bruselas.
Estas reflexiones no deberían conducir a la rasgadura de vestiduras. Europa es anterior al concepto de nación y a la democracia de masas. De ahí que se dotase de unas instituciones
sui géneris, como pedía el insigne diplomático Salvador de Madariaga. Por cierto: aunque su busto adorna la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo, Madariaga no creía en un Parlamento Europeo porque no creía en la idea de una nación europea.
No hay nada malo, todo lo contrario, en desear
una democracia a escala europea. Los ‘Eurominati’, los que están conectados de alguna manera a la maquinaria EUropea, junto con los
estudiantes Erasmus, son los primeros en poseer lo más parecido a una identidad europea que haría esa democracia continental posible. Pero deben afinar en el diagnóstico, deben ser conscientes de los condicionantes estructurales y culturales de la UE, en lugar de echarle la culpa a los periodistas o a los líderes nacionales. Europa no necesita una artillería propagandística mejor organizada, sino reflexionar sobre la íntima relación entre democracia de masas y nacionalismo. También necesita reconocer los incentivos anti-populares de las propias instituciones europeas. Allí donde no hay una identidad que apoye decisiones redistributivas,
el secreto y la tecnocracia son necesarios, imprescindibles para el gobierno de una comunidad que no es una nación. Suena feo… pero es así. ¿O no?
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