lunes, junio 25, 2012

La aporía europea

El nacionalismo nos ha legado una visión del mundo engañosa. Al menos en lo que respecta a Europa, un continente que es pre-nacional y cuyas raíces pre-nacionales escapan a los esquemas del estado-nación. La gran virtud del nacionalismo es dotar a una comunidad de una identidad colectiva y una solidaridad que hacen posible la democracia de masas. Su contrapartida es la homogeneidad necesaria para crear esa ilusión de comunidad, homogeneidad que en muchos casos se ha conseguido gracias a genocidios, deportaciones y persecuciones. La historia de la democracia de masas está manchada de sangre, como relata Michael Mann en su reciente pero ya clásico libro The dark side of democracy (Cambridge, 2005).

Para entender la idea contemporánea de Europa es necesario comprender la vocación universalista de la Iglesia Católica. No es casualidad que los padres fundadores de lo que hoy es la Unión Europea fuesen devotos católicos, como tampoco es casualidad que los auténticos europeos hayan sido siempre una élite: ayer era la élite eclesiástica que sabía latín, hoy es la élite de los ‘Eurominati’, los que entienden y saben sacarle partido a la Unión Europea, bien sean sindicalistas, agro-businessmen, abogados o profesores universitarios. La imposibilidad europea de crear una identidad continental tiene mucho que ver con las raíces católicas de la idea contemporánea de Europa: el catolicismo es universal, no particularista; Europa es cosmopolita, no nacionalista.

Cuando allá por el siglo XII Europa occidental opta por dejar de lado la idea de imperio político y convertirse en unión espiritual (léase el injustamente olvidado libro de Donald Matthew The medieval European community, Batsford, 1977), el continente opta por no ser una unión política homogénea y mantener su diversidad. De ahí que Europa case tan mal dentro de los designios del nacionalismo. Sus regiones y ciudades son anteriores a la idea de nación. Y dada la íntima relación entre nacionalismo y democracia de masas, toda unión europea jamás será una unión democrática, porque nunca habrá una nación europea. Esta es la aporía europea, y ésa es la razón por la cual la interdependencia del continente tiene siempre que dilucidarse a través de la tecnocracia o los consensos del llamado ‘directorio europeo’, una curiosa pero no casual resurrección del Concierto Europeo que consiguió afianzar los estados europeos contemporáneos (véase el libro de Jacques-Alain de Sedouy Le concert européen : Aux origines de l'Europe (1814-1914), Fayard, 2009).

Europa casa mal con la idea de nación, y por lo tanto casa mal con su correlato político, la democracia de masas. Sin embargo, Europa casa bien con la idea de universalismo y con su correlato político, el liberalismo. Curiosamente, aunque nacionalismo y liberalismo son teleológicamente divergentes (el primero tiene como fin la comunidad y es particularista, el segundo se ocupa del individuo y es universalista), hubo un momento en que el liberalismo necesitó del nacionalismo para hacer realidad su proyecto político. Para tratar al ciudadano como individuo libre e igual a sus congéneres, el liberalismo hubo de fomentar la idea de una nación que igualase a todos los individuos y los despojase de sus particularlismos de residencia, clase social y género. El trato como ciudadano quedó condicionado a la aceptación de ser español, francés o portugués. Sin embargo, Europa, como la Iglesia Católica, apela al individuo a través de su condición de ser humano o ciudadano del mundo. Para ello, Europa y la Iglesia Católica renuncian a inmiscuirse en la Ciudad del Hombre y apelan al individuo para que piense en sí mismo como integrante de la Ciudad de Dios.

Europa rompe los esquemas. De ahí que sea tan difícil de interpretar a los ojos del nacionalismo, que nos ha legado la mirada con la que hoy vemos el mundo. Pero Europa es más antigua y más rica, también por ello más compleja. Quizá necesitemos una nación Europea para tener una Europa democrática. Pero eso sería lo más anti-europeo. De ahí la aporía europea.

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