En la imagen, James Harding (izda.) junto al moderador del encuentro, el periodista Borja Bergareche.
Gran parte del poder actual se encuentra en las grandes empresas tecnológicas. Harding dedicó su charla sobre la libertad de expresión en la era de Internet a explorar las relaciones entre dichas compañías y el gobierno, o entre lo que denominó metafóricamente el valle (en referencia Silicon Valley, el asiento californiano de la mayoría de las big tech) y la montaña (en alusión a Capitol Hill, sede del poder legislativo en EE.UU.) Harding augura en este 2018 una ola reguladora que podría acabar en la partición de los gigantes tecnológicos, cuya única vía de defensa la hallarían en la declaración voluntaria sobre sus actividades de mayor impacto social. Así, los gigantes tipo Facebook o Google deberían informar periódicamente al público su papel en casos de ciberacoso, discursos del odio, abusos sexuales, o utilización de datos personales para campañas políticas. “Esa información debería ser pública”, insistió Harding, si esas grandes compañías desean evitar la ruptura de sus monopolios.
Harding sorprendió al afirmar que “nadie que pretenda ser serio debería preocuparse por las fake news”, que el ex director de The Times entre 2007 y 2012 definió como “historias falsas que aspiran a llegar al mayor número de lectores con la intención de obtener réditos financieros o políticos”. Así, titulares falsos como “el Papa se declara a favor de Donald Trump” son para Harding el equivalente al spam en los primeros tiempos del correo electrónico: un problema de fácil solución técnica. Sin embargo, Harding cree que el debate sobre las fake news está oscureciendo el verdadero problema: la propaganda. Los regímenes autoritarios como el ruso están invirtiendo millones y millones en los medios sociales para librar lo que ellos mismos definen como una “guerra de información”. Alrededor del mundo, la democracia está en retroceso, lamentó Harding. A su juicio, la Unión Europea debería castigar a aquellos países como Hungría que restringen la libertad de prensa.
En otra elocuente analogía, Harding identificó al periodismo tradicional con una orquesta que toca para una audiencia pasiva, comparándolo con el periodismo digital, que se parecería más a un festival de música en el que artistas y espectadores construyen juntos la experiencia resultante. Si la BBC no estuviera ya inventada, observó, hoy estaríamos debatiendo la creación de una BDC (British Digital Corporation) que alumbrara una especie de “public service networking”. De hecho, el que fuera corresponsal en Washinton D.C. para el Financial Times recordó la BBC fue creada en 1922 por el gobierno británico ante el temor de que la nueva tecnología del momento, la radiodifusión, cayera bajo el control de los magnates de la prensa. Su modelo es excepcional, apuntó Harding, ya que a diferencia de los servicios públicos de ratiotelevisión de la Europa continental su financiación es independiente de los impuestos tradicionales. La tasa que pagan los ciudadanos británicos ayuda a garantizar una independencia política sin parangón en el resto del continente.
Preguntado por si en estos tiempos post-Brexit no desearía más trabajar para un medio de comunicación partidista y emocional, Harding reconoció que “es mucho más divertido decirle a la gente lo que piensas”, pero “informar sobre la actualidad de manera imparcial tiene un mayor valor de servicio público”.
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