Para Lippmann la auténtica libertad de prensa no consistía en favorecer una pluralidad de opiniones en sus columnas, sino en proveer una información libre de injerencias o prejuicios sobre la que construir una opinión auténticamente libre. Lippmann pedía para la prensa una independencia de la opinión pública similar a la del poder judicial, al entender que lo popular y lo justo --o verdadero-- no van siempre de la mano. Como observa su biógrafo Ronald Steel, en Liberty and the News el periodista neoyorkino ve el problema desde un punto de vista mecánico (cómo hacer llegar hechos veraces al lector), pero en libros posteriores como Public Opinion (1922) o The Phantom Public (1925) Lippmann se torna en un demoescéptico muy en la línea de Ortega y Gasset, preguntándose si en realidad el problema es, más que mecánico, orgánico: ¿y si el público no quiere conocer la verdad?
Lippmann apuntaría así a un tema clásico de la psicología social: la auto-exposición selectiva a información congenial a nuestros prejuicios. En un contexto como el actual, en el que la prensa o los periodistas han perdido el monopolio en la mediación de los asuntos públicos, la creación de ‘echo chambers’ o ‘filter bubbles’ sería todavía más fácil gracias a los feeds de Facebook o Twitter, auténticos ‘daily me’. Es decir, el terreno para las noticias falsas estaría más abonado que nunca.
Es en este momento, en el que la prensa tradicional ya no es una Biblia de consulta diaria para el ciudadano, en el que se presenta el concepto de posverdad. Aunque los hackers y los bots rusos han contribuido a incrementar la sensación de contaminación informativa, el problema de la creación de bulos o mentiras públicas tiene infinidad de precedentes, algunos bien cercanos en el tiempo, como el de la creencia en la malignidad de las vacunas, que mereció un libro de Seth Mnookin en 2011, o la mentira gubernamental de las armas de destrucción masiva en Irak en 2003.
La posverdad vendría a unificar en su seno dos condiciones de cierta tradición: por una parte, la idea posmoderna de la verdad como una intersubjetividad legitimada por un acuerdo tácito entre las partes (lo que creemos que es verdad es verdad aunque no lo sea, no necesitamos un referente real de contraste); por otra, la sensación de escasa fiabilidad informativa que caracteriza a los regímenes totalitarios, en los que toda noticia se recibe con un halo de sospecha y escepticismo, ya que la superficie sobre la que se asienta el discurso público es tan inestable y movediza como la necesidad gubernamental de reescribir la historia para acomodarla al presente de interés.
La verdad histórica o factual, en palabras de la filósofa Hannah Arendt, necesita de un testimonio para ser comunicada y siempre es susceptible de ser manipulada u ocultada. A diferencia de la verdad axiomática de los teoremas matemáticos, que tienen validez universal y atemporal, las narrativas sobre lo que verdaderamente pasó el 23 de febrero de 1981 o el 13 de marzo de 2004 siempre dependerán del tipo de testimonio al que accedamos y, en muchos casos, jamás sabremos lo que realmente ocurrió. En una observación que se vería vindicada por los ‘alternative facts’ de Kellyanne Conway, Arendt apunta que las verdades factuales incómodas tienden a ser transformadas en opiniones. Así, el consenso científico sobre el cambio climático pasaría a ser una mera opinión.
Las noticias falsas y las mentiras públicas destinadas a legitimitar intervenciones militares no son, claro está, nuevas. Ahí está el estudio de Lippmann y Charles Merz sobre la cobertura del New York Times de la Revolución Rusa o el ‘yo pondré la guerra’ de Hearst con el hundimiento del Maine atribuído a los brutos españoles en 1898. Pero el éxito de la palabra posverdad podría deberse a que consigue encapsular el ‘zeitgeist’ del momento: nunca lo tuvimos tan fácil para construir un ‘daily me’ con las piezas que más nos convienen, y nunca estuvimos tan cerca en los países demo-liberales de los países totalitarios en la sospecha de que nada de lo que nos llega es fiable.
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