Mientras se suceden las muertes de cabeceras de prensa históricas. Mientras los gobiernos (!) proponen planes para rescatar a la industria del periodismo impreso. Mientras académicos como el renombrado profesor Philip Meyer ponen fecha al último periódico de papel (2040). Mientras observamos como ya existen webs para poner epitafios a los caídos en el combate contra la revolución electrónica y el crack de 2008, es hora de reflexionar sobre lo que toda sociedad pierde cuando un periódico se va.
Hay quien plantea esta crisis de la prensa de papel como la evidencia definitiva de la crisis del periodismo tradicional, que vería amenazada su supremacía como proveedor de información sobre asuntos públicos y opinión e interpretación cualificadas. Sin embargo, lo que está en crisis no es el periodismo de calidad, cuya demanda sigue intacta, sino –como ya advertíamos en este blog citando a Paul Starr- la base financiera que sostenía su producción. La prensa ya no es el gran intermediario de los mercados locales (y quizá tampoco de los nacionales). Internet, y no la prensa, es el ahora la fuente de referencia para buscar un piso o vender un coche de segunda mano. Este papel como intermediarios era el que permitía a los periódicos ser lo más independientes posible de anunciantes y gobiernos, y el que ayudaba a financiar el envío de periodistas a Irak o corresponsales a Tokio. No está en quiebra el ideal de proporcionar información plural. Lo que está en quiebra es la fuente de ingresos que permitía a las empresas periodísticas ofrecer dicha información.
El estudio del impacto de Internet en el periodismo se centra a menudo en la producción de noticias. Hay que redactar en frases ultracortas, además de colgar vídeos y sonidos. Es la era multimedia. Cierto. Pero lo que ha cambiado con Internet no es tanto la manera de hacer periodismo como la manera de consumirlo. La consulta matutina de las noticias en Internet (en la mayoría de los casos, en las webs de los periódicos convencionales) ha reemplazado al ritual de ojear el periódico impreso en la cafetería. Aunque no dispongo de evidencia para probarlo, sospecho que la lectura en papel se deja ahora para los fines de semana, o para las noches. Lo que podría explicar el éxito de semanarios como The Economist, cuyas suscripciones han aumentado, no disminuído, en la era de Internet. El New York Times ofrece desde hace tiempo suscripciones en exclusiva para su edición dominical, lo que podría ser otro indicador de esta tendencia.
Hay algo en el formato papel que conviene destacar antes de celebrar su desaparición. De nuevo, nos falta evidencia científica al respecto, pero no es difícil aventurar que la lectura en papel permite y fomeanta una mayor capacidad de abstracción. En su ya famoso artículo, “Is Google making us stupid?”, Nicholas Carr (The Atlantic, Julio/Agosto 2008) confesaba que el hábito de consumir información en Internet le ha hecho perder concentración. La lectura de voluminosos libros que antes devoraba con fruición le resulta ahora una tarea dantesca. En vez de bucear y sumergirme en el mar de información, dice Carr, lo que ahora hago es pasar por encima de ese mar dando saltos, como si estuviese a los mandos de una moto náutica. Difícil encontrar analogía más original y precisa.
El periódico diario ofrece además, a decir del sociólogo Craig Calhoun, jerarquía y orden. Es por ello que este corresponsal todavía necesita consultar las portadas de los diarios para luego ir a tiro fijo en sus ediciones electrónicas, que a menudo priman la secuencialidad y la actualidad de la información sobre la relevancia de la noticia. Claro que esto supone legitimar a una casta de profesionales, los periodistas, para sugerir la dieta informativa, algo que es políticamente incorrecto en la era de Internet. Es más, hay quien dice que el filtrado de contenidos es ahora tarea de los usuarios y no de una casta de sesudos editores. Todo se publica automáticamente, sin selección; es el trabajo de los usuarios otorgar puntuación a los contenidos para hacerlos subir en popularidad, llegando a una audiencia más amplia.
Hay algo en lo que un periódico y su madre, la ciudad, se parecen. Es en la concentración de diversos intereses donde uno conoce, de manera accidental, aspectos imprescindibles para la vida de uno, pero que uno no buscaba intencionadamente. Para conocer las novedades sobre comunicación política, no hay nada como suscribirse a los diversos blogs que abordan la disciplina. Pero para que el experto en comunicación política conozca cómo va el mundo y cuáles son las tendencias sociales y económicas que han de influir en su práctica profesional, lo mejor es consultar la prensa de calidad, que ha de ofrecer el encuentro casual con lo importante hecho interesante.
Por más que amemos el periódico impreso, hay que evitar la tentación de convertirnos en luditas y retrógrados. Hay que asumir los cambios y adaptarse. Ésa es la clave de la supervivencia de cualquier especie, incluidos los dinosáuricos periódicos. Pero en lugar de aceptar con papanatismo todo lo nuevo por el mero hecho de serlo, vale la pena ponderar qué conviene preservar de lo impreso en la era digital. El papel es el soporte de comunicación más longevo de la historia. Es verdad que la información impresa no es líquida, y es difícil moverla. Pero hay que diferenciar entre el agua del grifo y un vino reserva. Para consumir este último no valen las tuberías. Pero las dos bebidas (el agua del grifo y el vino reserva) tienen su sitio en la sociedad contemporánea.
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1 comentario:
Evidentemente que hay que asumir los cambios, Paco, pero el problema es que quien realmente los estás asumiendo y, lo que es peor, costeando, son los propios trabajadores. Adiós a la selección, al criterio y a las condiciones dignas de trabajo.
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