sábado, julio 23, 2005

Fuentes anónimas

Me van perdonar, pero por más que lo intento no entiendo nada el caso Plame, que ha llevado a la controvertida periodista Judith Miller a pasar unos meses a la peor de las sombras, la de la cárcel. Recapitulemos: un conocido comentarista conservador, Robert Novak, desvela en su columna del Washington Post que la mujer del embajador Joseph Wilson, Valerie Plame, era agente de la CIA. Wilson había sido uno de los mayores críticos con la guerra de Irak. En un artículo publicado en el New York Times Wilson había tildado de falsedad la acusación de Bush de que Irak había tratado de comprar uranio en Níger para fabricar armas de destrucción masiva. Ahora todo parece indicar que el fontanero mayor del presidente, Karl Rove, filtró el nombre de la espía a Novak. Desvelar el nombre de una espía se considera delito federal en Estados Unidos, y los que han pagado el pato han sido un periodista de la revista Time, Matt Cooper, que se limitó a dar cuenta de lo dicho por Novak, y Judith Miller, que ni si quiera llegó a publicar historia alguna, pues lo único que hizo fue documentarse al respecto. Cooper ha entregado al juez las notas que recogió durante su investigación y se ha librado de la cárcel. Miller (muy criticada por sus exageradas informaciones sobre el poderío nuclear de Saddam Hussein en los meses previos a la guerra) parece ser la más inocente en este caso, y la que más ha pagado.

El caso Plame ha reabierto el debate sobre el uso de fuentes anónimas en el periodismo, que se ha visto enriquecido por la renovada actualidad del caso Watergate después de la revelación del nombre de Garganta Profunda (el agente del FBI Mark Felt) y por la rectificación de la revista Newsweek, que no pudo confirmar la veracidad de las informaciones relativas a la profanación del Corán en la base de Guantánamo, facilitadas por una fuente anónima.

Son de sobras conocidos los riesgos de usar informaciones provenientes de fuentes que no quieren desvelar su nombre. Pueden ser personas que efectivamente tienen algo importante que contar y temen represalias, o de intoxicadores sin escrúpulos. En cualquier caso, un periodista deberá saber siempre con quién está hablando, aunque después el nombre del informante se oculte. Mas el problema, como dice Douglas McCollam en un reciente artículo aparecido en la Columbia Journalism Review (Agosto 2005), no está en el uso de las fuentes anónimas, sino en la veracidad de las informaciones que éstas aportan:

“But the current obsession with sourcing misplaces focus on the process rather than the product. Just as people don’t care whether they got a piece of news from a newspaper or a cable box or the Internet, they ultimately don’t care if it came from a quoted or anonymous source. They care whether it’s right or wrong (see Mark Felt and the Watergate scandal). Newsweek was forced into its humiliating atonement not because its source for the Koran-flushing allegation was anonymous but because he went wobbly and his information couldn’t be verified. Perhaps there would be less of that if all sources were on the record, but there would also be a whole lot less important news broken. It would be a poor trade-off.”

La función de cuarto poder de la prensa depende, en cierta manera, de la capacidad para proteger a informantes que desean mantener su anonimato. El recurso a este tipo de fuentes debe ser siempre la excepción y nunca la norma, pero la salud de nuestras democracias se la hemos debido, en casos puntuales, a tipos como Mark Felt.

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sábado, julio 09, 2005

Atentados en Londres: ¿el ocaso del periodismo?

La cobertura informativa (es un decir) de los atentados de Londres enfrenta en el fondo a dos teorías sobre el papel de la prensa en la sociedad. La teoría de la responsabilidad social (nacida de la Comisión Hutchins en los años 40) y la teoría libertaria de la información (cuyas raíces se encontrarían en la Aeropagetica de John Milton).

Los defensores de la erradicación de las imágenes violentas han ganado la batalla en estos atentados. La “pornografía de la violencia” de la que habla el politólogo norteamericano Michael Ignatieff en su reciente libro El mal menor (edición española: Taurus, 2005) ha sido contenida, ocultada. Un estricto control informativo por parte de las autoridades, y un presunto civismo de la clase periodística inglesa nos han dejado unos atentados limpios, que no ofenden a ninguna sensibilidad.

En mi modesta opinión, esta nueva política informativa es un gran error que puede tener consecuencias nefastas para la propia investigación policial de los atentados. He aquí las razones de mi descontento:

  • Que los periodistas acaten el apagón informativo del Gobierno no es un ejemplo de civismo y responsabilidad, sino una dejación de funciones que convierte a los medios tradicionales en una fuente de información secundaria, superada por los blogs, que tanto pueden ser una vía de escape a las informaciones negadas por el establishment informativo como una fuente de inexactitudes. Si Woodward y Bernstein se hubiesen plegado a las llamadas al “sentido de estado” y “responsabilidad” que les hacían desde la Casa Blanca, nunca conoceríamos el escándalo Watergate. Cuando el gobierno le pide a un periodista que sea responsable, es para que se autocensure y salvaguarde los intereses del ejecutivo. ¿Acaso la dimisión del presidente Nixon no fue una crisis para un país en medio de una guerra (Vietnam)? Sí, lo fue, pero el mejor servicio del periodismo a la sociedad no es su contribución a la estabilidad gubernamental, sino su incansable búsqueda de la verdad.

  • En el mundo de la información siempre es mejor pecar por exceso que por defecto. Prefiero una imagen hiriente y repugnante a este silencio que, lejos de protegernos, pone en peligro a más vidas humanas. La búsqueda de la exclusiva no debe dar lugar a informaciones inexactas, pero el periodismo no tiene por qué acatar una determinada política gubernamental. La raíz del periodismo es contar lo que se cuece en los salones de los poderosos, para que el pueblo soberano decida si esa representación se atiene a sus intereses. Si desde el primer momento se hablara sin ambages de un atentado, los viajeros podrían haberse fijado en las pintas de tipos aparentemente sospechosos, que seguramente han escapado como Perico por su casa en medio de un parón “por una avería eléctrica”. Con el tiempo sabremos si este control informativo de los primeros momentos detuvo o impidió el inicio de mecanismos de respuesta muy necesarios, como la alerta a los ciudadanos, tanto para su propia protección como para su colaboración en la detección de sospechosos.

  • Como decía el genial Oscar Wilde, el camino hacia infierno está empedrado de buenas intenciones. El no provocar el pánico, el plegarse a las directrices de un gobierno en una situación de crisis, son decisiones que se toman con la mejor de las voluntades del mundo. Pero a un coste altísimo. Si el periodismo empieza a autocensurarse, corre el riesgo de no saber dónde parar. Podemos discutir si es necesario o no ver un cuerpo despedazado en una portada. Pero no podemos acatar un silencio forzoso en nombre de un presunto bien común. El periodismo consiste en informar pese a quien pese. Ya lo decía Ben Bradley, el legendario director del Washington Post durante el Watergate: toda noticia, si es verdad, debe ser publicable.