Me van perdonar, pero por más que lo intento no entiendo nada el caso Plame, que ha llevado a la controvertida periodista Judith Miller a pasar unos meses a la peor de las sombras, la de la cárcel. Recapitulemos: un conocido comentarista conservador, Robert Novak, desvela en su columna del Washington Post que la mujer del embajador Joseph Wilson, Valerie Plame, era agente de la CIA. Wilson había sido uno de los mayores críticos con la guerra de Irak. En un artículo publicado en el New York Times Wilson había tildado de falsedad la acusación de Bush de que Irak había tratado de comprar uranio en Níger para fabricar armas de destrucción masiva. Ahora todo parece indicar que el fontanero mayor del presidente, Karl Rove, filtró el nombre de la espía a Novak. Desvelar el nombre de una espía se considera delito federal en Estados Unidos, y los que han pagado el pato han sido un periodista de la revista Time, Matt Cooper, que se limitó a dar cuenta de lo dicho por Novak, y Judith Miller, que ni si quiera llegó a publicar historia alguna, pues lo único que hizo fue documentarse al respecto. Cooper ha entregado al juez las notas que recogió durante su investigación y se ha librado de la cárcel. Miller (muy criticada por sus exageradas informaciones sobre el poderío nuclear de Saddam Hussein en los meses previos a la guerra) parece ser la más inocente en este caso, y la que más ha pagado.
El caso Plame ha reabierto el debate sobre el uso de fuentes anónimas en el periodismo, que se ha visto enriquecido por la renovada actualidad del caso Watergate después de la revelación del nombre de Garganta Profunda (el agente del FBI Mark Felt) y por la rectificación de la revista Newsweek, que no pudo confirmar la veracidad de las informaciones relativas a la profanación del Corán en la base de Guantánamo, facilitadas por una fuente anónima.
Son de sobras conocidos los riesgos de usar informaciones provenientes de fuentes que no quieren desvelar su nombre. Pueden ser personas que efectivamente tienen algo importante que contar y temen represalias, o de intoxicadores sin escrúpulos. En cualquier caso, un periodista deberá saber siempre con quién está hablando, aunque después el nombre del informante se oculte. Mas el problema, como dice Douglas McCollam en un reciente artículo aparecido en la Columbia Journalism Review (Agosto 2005), no está en el uso de las fuentes anónimas, sino en la veracidad de las informaciones que éstas aportan:
“But the current obsession with sourcing misplaces focus on the process rather than the product. Just as people don’t care whether they got a piece of news from a newspaper or a cable box or the Internet, they ultimately don’t care if it came from a quoted or anonymous source. They care whether it’s right or wrong (see Mark Felt and the Watergate scandal). Newsweek was forced into its humiliating atonement not because its source for the Koran-flushing allegation was anonymous but because he went wobbly and his information couldn’t be verified. Perhaps there would be less of that if all sources were on the record, but there would also be a whole lot less important news broken. It would be a poor trade-off.”
La función de cuarto poder de la prensa depende, en cierta manera, de la capacidad para proteger a informantes que desean mantener su anonimato. El recurso a este tipo de fuentes debe ser siempre la excepción y nunca la norma, pero la salud de nuestras democracias se la hemos debido, en casos puntuales, a tipos como Mark Felt.
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