Queda menos de un año para las próximas elecciones europeas. Se han adelantado de junio a mayo de 2014 para evitar que coincidan con la celebración del Pentecostés (festivo en algunos países de la Unión) y con las vacaciones playeras. Todo vale para incrementar una participación electoral que ha ido menguando a medida que se le concedían más competencias al Parlamento Europeo, con sedes en Bruselas y Estrasburgo. El proyecto europeo sigue adelante cuando es distante y elitista, y se da de bruces contra el suelo cuando intenta ser cercano y popular. Aún así, el próximo año se quiere poner en práctica un experimento de inducción institucional para favorecer la celebración de unas elecciones auténticamente europeas: los partidos nacionales indicarán su filiación a su homólogo pan-europeo y cada una de las familias (socialdemócratas, cristiano-demócratas, liberales, verdes, etc.) apoyará explícitamente a un candidato pan-europeo que aspirará a ocupar la presidencia de la Comisión Europea.
Los socialdemócratas ya han dejado caer el nombre del alemán Martin Schulz, actual presidente de la Eurocámara, como posible cabeza de su lista. Una lástima que no sea Helle Thorning-Schmidt, primera ministra danesa y una de las pocas razones por las que vale la pena prestar atención a las photo-calls de las soporíferas reuniones del Consejo Europeo.
El pasado mes de abril tuve la oportunidad de dar una clase sobre actualidad europea a los alumnos de un máster en Educación Cívica de la Universidad del Danubio en Krems, cerca de Viena. Les propuse dos ejercicios: dibujar el cartel electoral de ese candidato pan-europeo, y esbozar la portada de una revista pan-europea a la que bautizamos provisionalmente como Der Spiegel Europe. Los resultados fueron muy elocuentes.
Los carteles electorales se dividían en dos categorías: candidatos cosmopolitas y multilingües y candidatos ciborg.
Entre los primeros, mis alumnos austríacos proponían a Maria Vassilakou, concejala de Urbanismo en el Ayuntamiento de Viena. Su origen griego y su exitosa integración en el panorama político austriaco era para ellos la evidencia de que la unión de la Europa del sur y del norte es posible. También salió a la palestra el nombre de Karel Schwarzenberg, ministro de Asuntos Exteriores de la República Checa pero conocidísimo en Austria (donde vivió 40 años) por su pertenencia al linaje de los Habsburgo, antaño cabeza de un imperio multi-nacional.
Los candidatos-ciborg tenían todos algo de Margaret Thatcher, lo que supongo es una reclamación subliminal de los atributos ajenos a todo lo relacionado con EUropa: carisma y capacidad de decisión.
Los contenidos de la revista pan-europea eran casi todos económicos, lo que de nuevo revela otra condición de la Unión Europea: su identificación casi exclusiva con la economía. Mis alumnos no encontraban ninguna figura de un supuesto star-system europeo para aligerar los contenidos de una revista que ni los propios Eurominati serían capaces de leer sin bostezar.
Fue una clase sumamente productiva, porque nos indicó (a ellos y a mí) lo lejos que estamos de una Europa políticamente ‘normal’. No obstante, durante el ejercicio me dí cuenta de un rasgo que compartimos los europeos: llorar y emocionarnos ante la presencia de una bandera no es algo que envidiemos. “No creo que sea bueno ni deseable llegar a sentir lo que sienten los americanos por su bandera”, dijo de uno de los alumnos ante el asentimiento de sus compañeros. Lo que me recordó una de las observaciones del filósofo Bernard-Henri Lévy cuando se dispuso a seguir los pasos de Tocqueville para la revista The Atlantic:
“A thing which impressed me there, at the beginning, was the flood of American flags. Everywhere American flags. On the windows, on the shops, on the jackets, on the bicycles, on the cars. I am coming from a country where you never see a flag. I come from a country where to love the flag, or to feel an emotion in front of the flag, is considered as proof that you are a cuckoo and an idiot. And I arrived in a country where there are flags everywhere. My hypothesis is that it has something to do with the fragility of being a nation in this huge space of fifty states. People come from everywhere. The greatness of America is that being a nation has nothing to do with the evidence of the body. It has nothing to do even with the fact of having common roots in common ground. It has to do with an idea. It has to do with contracts. It is to want to be an American. We are not born American, we become American, and this creates a sort of uncertainness, a sort of fragility. Compensation for that is this extreme exhibition of the flag.”
Las elecciones europeas, como el propio euro, son la superposición de un sueño federal sobre una realidad que es, como mucho, una confederación. La elección ‘popular’ del presidente de la Comisión Europea es el enésimo intento de crear, a través de inducción institucional, a los europeos. También es otra ocasión, quizá de las últimas, para revivir la UE mediante aquello que es tan extraño a su ADN: lo explícito y lo popular.
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