De las tres teorías que explican la integración europea (funcionalismo, inter-gubernamentalismo y federalismo), la primera es la más polémica y discutida. El funcionalismo propone una integración europea fundamentada en la tecnocracia, el soslayo de la opinión pública y las identidades nacionales, y la federalización indirecta de áreas políticas interrelacionadas a través de ‘derrames’ inevitables. Así, se empieza por un mercado único, que sólo podrá funcionar correctamente si se evita la competencia entre países con monedas distintas, que podrían distorsionar el mercado mediante devaluaciones competitivas. El paso siguiente inevitable es una moneda única, que a su vez sólo podrá funcionar de manera eficiente con una fiscalidad conmensurable a la eurozona. Y en esas estamos: o creamos un súper-ministro federal con capacidad de injerencia en los presupuestos estatales, o estallará el euro. Y si estalla el euro, las deudas serán todavía más impagables, por lo que sólo queda un salto hacia adelante que es difícil de vender al ciudadano de a pie… por lo que mejor no contar con él.
La investigación social sobre la UE está casi monopolizada por la propia UE, de ahí que se eviten enfoques verdaderamente críticos. Y cuando los hay, quedan en manos de euroescépticos cuya ceguera es comparable a la de los eurócratas. Por eso es bueno recurrir a la prensa extranjera, que nos dice lo evidente: el euro consiguió su objetivo de facilitar inversiones transfronterizas, permitiendo a los países periféricos endeudarse con el prestigio crediticio de los países del corazón de Europa. En buena medida, la burbuja inmobiliaria española estuvo alimentada por el euro. A pie de calle, uno no podía comprar una casa en España con una hipoteca de un banco alemán, pero un promotor inmobiliario español sí podía pedir dinero a unos bancos cuya liquidez estaba inflada por las inversiones centro-periferia, entre ellas las alemanas. La crisis ha puesto de manifiesto que la moneda única europea existe en un espacio que no es una ‘optimal currency area’: las barreras lingüísticas y administrativas, pese a décadas de integración, impiden la verdadera existencia de un ciudadano europeo.
Mientras tanto, la campaña electoral española ha demostrado su condición de epifenómeno, es decir, un fenómeno que oculta al fenómeno verdaderamente importante. En cierta ocasión un diplomático me dijo que Europa estaba atrapada en una contradicción difícilmente superable: la legitimidad sigue viniendo de las naciones, pero las soluciones sólo pueden venir desde instancias supra-nacionales. Puesto que Europa no es ni será jamás una nación, sino un racimo de naciones (Madariaga dixit), un gobierno europeo siempre carecerá de una verdadera legitimidad popular, que en última instancia proviene de la identificación entre gobernantes y gobernados (Schmitt). Es hora, pues, de intentar legitimar a los tecnócratas. Frank Vibert lo intentó en el libro The Rise of the Unelected: Democracy and the New Separation of Powers (Oxford University Press, 2007), cuya lectura recomendamos.
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