lunes, noviembre 28, 2011
Lecturas sobre tecnocracia
“Technocrats: Minds like machines”, The Economist, 19 de noviembre de 2011, pp. 61-62.
Las democracias ponen en manos de técnocratas agencias independientes y bancos centrales. Las autocracias los incorporan con frecuencia a sus gobiernos. ¿Cuál es la cantidad de tecnocracia adecuada para un gobierno democrático-liberal? The Economist dice que los gobiernos tecnocráticos suelen ocupar el poder en épocas de crisis, pero sus reinados suelen ser cortos.
“La actitud del BCE: dos hipótesis”, de Luis Garicano, en El País, 20 de noviembre de 2011, pp. 26-27.
¿Por qué el BCE no interviene para comprar más deuda pública de los estados europeos de una manera decisiva? Una hipótesis sería el temor a la inflación. La otra sería la de forzar a los díscolos países periféricos a reformar sus economías, ya que de no verse frente al precipicio de la quiebra total nunca lo harían. El despotismo ilustrado EUropeo elevado a su máxima potencia.
"Can Monti save Italy? The trouble with technocrats", de Christopher Dickey y Barbie Latza Nadeau, The Daily Beast, 21 de noviembre de 2011.
Repasa casos exitosos de gobiernos tecnocráticos, como el del primer ministro indio Manmohan Singh, o el presidente de Colombia, Juan Manuel Santos. Pero se pregunta si un tecnócrata como Mario Monti será capaz de hacer emerger la economía informal italiana, donde el 20% de los trabajadores cobran en negro.
“Románticos crueles y aburridos”, de Paul Krugman, en El País Negocios, 27 de noviembre de 2011, p. 24.
El euro no habría sido una decisión de tecnócratas, sino de románticos cegados por la posibilidad de unos Estados Unidos de Europa. No hay verdadera movilidad laboral entre estados, ni lengua común, ni nación que alimente con legitimidad popular a las instituciones europeas. Sin embargo, la marcha atrás al viejo orden nacional tampoco parece verosímil.
“Estado de excepción económica permanente”, de José María Ridao, en El País, 26 de noviembre de 2011.
El estado de excepción es el momento en el que sabe quién es el verdadero soberano, decía el politólogo Carl Schmitt. Pero en lugar de un führer nacional tenemos a tecnócratas transnacionales, bien en Bruselas o bien en las capitales nacionales.
Europa necesita un Bismark, un Hamilton, un Garibaldi… un ‘nation builder’. Pero ni está, ni se le espera. Mientras tanto, gobernará la mano invisible de la tecnocracia... o retornará el populismo.
Ilustración: George Grosz, 'Republikanische Automaten' (1920)
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miércoles, noviembre 16, 2011
¿Y si la culpa es del euro?
De las tres teorías que explican la integración europea (funcionalismo, inter-gubernamentalismo y federalismo), la primera es la más polémica y discutida. El funcionalismo propone una integración europea fundamentada en la tecnocracia, el soslayo de la opinión pública y las identidades nacionales, y la federalización indirecta de áreas políticas interrelacionadas a través de ‘derrames’ inevitables. Así, se empieza por un mercado único, que sólo podrá funcionar correctamente si se evita la competencia entre países con monedas distintas, que podrían distorsionar el mercado mediante devaluaciones competitivas. El paso siguiente inevitable es una moneda única, que a su vez sólo podrá funcionar de manera eficiente con una fiscalidad conmensurable a la eurozona. Y en esas estamos: o creamos un súper-ministro federal con capacidad de injerencia en los presupuestos estatales, o estallará el euro. Y si estalla el euro, las deudas serán todavía más impagables, por lo que sólo queda un salto hacia adelante que es difícil de vender al ciudadano de a pie… por lo que mejor no contar con él.
La investigación social sobre la UE está casi monopolizada por la propia UE, de ahí que se eviten enfoques verdaderamente críticos. Y cuando los hay, quedan en manos de euroescépticos cuya ceguera es comparable a la de los eurócratas. Por eso es bueno recurrir a la prensa extranjera, que nos dice lo evidente: el euro consiguió su objetivo de facilitar inversiones transfronterizas, permitiendo a los países periféricos endeudarse con el prestigio crediticio de los países del corazón de Europa. En buena medida, la burbuja inmobiliaria española estuvo alimentada por el euro. A pie de calle, uno no podía comprar una casa en España con una hipoteca de un banco alemán, pero un promotor inmobiliario español sí podía pedir dinero a unos bancos cuya liquidez estaba inflada por las inversiones centro-periferia, entre ellas las alemanas. La crisis ha puesto de manifiesto que la moneda única europea existe en un espacio que no es una ‘optimal currency area’: las barreras lingüísticas y administrativas, pese a décadas de integración, impiden la verdadera existencia de un ciudadano europeo.
Mientras tanto, la campaña electoral española ha demostrado su condición de epifenómeno, es decir, un fenómeno que oculta al fenómeno verdaderamente importante. En cierta ocasión un diplomático me dijo que Europa estaba atrapada en una contradicción difícilmente superable: la legitimidad sigue viniendo de las naciones, pero las soluciones sólo pueden venir desde instancias supra-nacionales. Puesto que Europa no es ni será jamás una nación, sino un racimo de naciones (Madariaga dixit), un gobierno europeo siempre carecerá de una verdadera legitimidad popular, que en última instancia proviene de la identificación entre gobernantes y gobernados (Schmitt). Es hora, pues, de intentar legitimar a los tecnócratas. Frank Vibert lo intentó en el libro The Rise of the Unelected: Democracy and the New Separation of Powers (Oxford University Press, 2007), cuya lectura recomendamos.
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La investigación social sobre la UE está casi monopolizada por la propia UE, de ahí que se eviten enfoques verdaderamente críticos. Y cuando los hay, quedan en manos de euroescépticos cuya ceguera es comparable a la de los eurócratas. Por eso es bueno recurrir a la prensa extranjera, que nos dice lo evidente: el euro consiguió su objetivo de facilitar inversiones transfronterizas, permitiendo a los países periféricos endeudarse con el prestigio crediticio de los países del corazón de Europa. En buena medida, la burbuja inmobiliaria española estuvo alimentada por el euro. A pie de calle, uno no podía comprar una casa en España con una hipoteca de un banco alemán, pero un promotor inmobiliario español sí podía pedir dinero a unos bancos cuya liquidez estaba inflada por las inversiones centro-periferia, entre ellas las alemanas. La crisis ha puesto de manifiesto que la moneda única europea existe en un espacio que no es una ‘optimal currency area’: las barreras lingüísticas y administrativas, pese a décadas de integración, impiden la verdadera existencia de un ciudadano europeo.
Mientras tanto, la campaña electoral española ha demostrado su condición de epifenómeno, es decir, un fenómeno que oculta al fenómeno verdaderamente importante. En cierta ocasión un diplomático me dijo que Europa estaba atrapada en una contradicción difícilmente superable: la legitimidad sigue viniendo de las naciones, pero las soluciones sólo pueden venir desde instancias supra-nacionales. Puesto que Europa no es ni será jamás una nación, sino un racimo de naciones (Madariaga dixit), un gobierno europeo siempre carecerá de una verdadera legitimidad popular, que en última instancia proviene de la identificación entre gobernantes y gobernados (Schmitt). Es hora, pues, de intentar legitimar a los tecnócratas. Frank Vibert lo intentó en el libro The Rise of the Unelected: Democracy and the New Separation of Powers (Oxford University Press, 2007), cuya lectura recomendamos.
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martes, noviembre 08, 2011
¿Qué diría McLuhan del debate Rubalcaba-Rajoy?
No lo sabemos, pero podemos intuirlo. Así opinaba sobre debate entre Carter y Ford en 1976. Una transcripción completa de esta entrevista para televisión se encuentra en el libro Understanding me (Stephanie McLuhan y David Staines, eds., MIT Press, 2004).
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martes, noviembre 01, 2011
Grecia y la confusión demo-liberal
El referéndum griego sobre la aceptación del rescate europeo es una excelente oportunidad para examinar el ADN de la democracia y de la Unión Europea. A este respecto debemos recurrir, de nuevo, al politólogo alemán Carl Schmitt y a la vieja distinción entre democracia y liberalismo, hoy olvidada.
La democracia es, ante todo, un régimen de identidad entre gobernantes y gobernados, insistía Schmitt. Las garantías procedimentales (constitución, transparencia, derechos civiles, etc.) no son democráticas, sino liberales. Venezuela es muy democrática (Chávez ha sido elegido y los observadores internacionales dicen que las elecciones fueron limpias), pero escasamente liberal (el derecho a la propiedad privada es el primero en entredicho). El régimen de la Unión Europea es poco democrático (es posible amar u odiar a Obama o Sarkozy... al bueno de Van Rompuy no podemos ni amarlo ni odiarlo, no existe identificación). Sin embargo, es extremadamente liberal (la legislación y la burocracia lo inundan todo, cumpliéndose la predicción de Carl Schmitt de que el telos del liberalismo es la tecnocracia).
También decía Carl Schmitt que el acto político por excelencia es la decisión, y que una relación es política cuando existe la posibilidad de que dos sujetos lleguen a las manos (de la misma manera que una relación entre dos sujetos es sexual si existe la posibilidad de que acaben entre las sábanas). La Unión Europea no nos facilita el saber quién toma una decisión, y el enemigo nunca está claro (porque la identidad tampoco lo está). Su origen fundacional está precisamente en la erradicación de la enemistad entre Francia y Alemania. Pero al liberarnos de la guerra, la UE nos liberó también de la política.
La política, como la democracia, son feas. Llaman a la exclusión, al nosotros contra ellos. El mundo político es un pluriverso, decía Schmitt, no un universo. Solo el liberalismo se preocupa por las libertades y por la protección del individuo. La democracia se lleva bien con el nacionalismo (el kratos, el poder, pertenece a la demos, al pueblo). El liberalismo se lleva mejor con el individualismo y el universalismo (de ahí la frigidez que inspira todo lo EU-ropeo).
Es la difícil alquimia entre la identidad colectiva propia de la democracia y las garantías constitucionales propias del liberalismo la que dio lugar a las democracias liberales o a los regímenes demo-liberales, que son dependientes de la gente pero blindan sus constituciones de los vaivenes populares.
El referéndum griego rompe los esquemas al poner de manifiesto que una confederación como la europea no puede ser (al menos todavía) democrática, pues sus entes constitutivos son los estados miembros, no los ciudadanos de los mismos. Allí donde no existe identidad entre gobernantes y gobernados no es bueno jugar a la democracia.
Grecia podría reivindicar, sin saberlo, a Carl Schmitt, recordándonos que la política es algo más que el ideal deliberativo del liberalismo. Es también, por desgracia, la guerra.
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La democracia es, ante todo, un régimen de identidad entre gobernantes y gobernados, insistía Schmitt. Las garantías procedimentales (constitución, transparencia, derechos civiles, etc.) no son democráticas, sino liberales. Venezuela es muy democrática (Chávez ha sido elegido y los observadores internacionales dicen que las elecciones fueron limpias), pero escasamente liberal (el derecho a la propiedad privada es el primero en entredicho). El régimen de la Unión Europea es poco democrático (es posible amar u odiar a Obama o Sarkozy... al bueno de Van Rompuy no podemos ni amarlo ni odiarlo, no existe identificación). Sin embargo, es extremadamente liberal (la legislación y la burocracia lo inundan todo, cumpliéndose la predicción de Carl Schmitt de que el telos del liberalismo es la tecnocracia).
También decía Carl Schmitt que el acto político por excelencia es la decisión, y que una relación es política cuando existe la posibilidad de que dos sujetos lleguen a las manos (de la misma manera que una relación entre dos sujetos es sexual si existe la posibilidad de que acaben entre las sábanas). La Unión Europea no nos facilita el saber quién toma una decisión, y el enemigo nunca está claro (porque la identidad tampoco lo está). Su origen fundacional está precisamente en la erradicación de la enemistad entre Francia y Alemania. Pero al liberarnos de la guerra, la UE nos liberó también de la política.
La política, como la democracia, son feas. Llaman a la exclusión, al nosotros contra ellos. El mundo político es un pluriverso, decía Schmitt, no un universo. Solo el liberalismo se preocupa por las libertades y por la protección del individuo. La democracia se lleva bien con el nacionalismo (el kratos, el poder, pertenece a la demos, al pueblo). El liberalismo se lleva mejor con el individualismo y el universalismo (de ahí la frigidez que inspira todo lo EU-ropeo).
Es la difícil alquimia entre la identidad colectiva propia de la democracia y las garantías constitucionales propias del liberalismo la que dio lugar a las democracias liberales o a los regímenes demo-liberales, que son dependientes de la gente pero blindan sus constituciones de los vaivenes populares.
El referéndum griego rompe los esquemas al poner de manifiesto que una confederación como la europea no puede ser (al menos todavía) democrática, pues sus entes constitutivos son los estados miembros, no los ciudadanos de los mismos. Allí donde no existe identidad entre gobernantes y gobernados no es bueno jugar a la democracia.
Grecia podría reivindicar, sin saberlo, a Carl Schmitt, recordándonos que la política es algo más que el ideal deliberativo del liberalismo. Es también, por desgracia, la guerra.
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