La comparecencia de la representante de las víctimas de los atentados terroristas del 11 de marzo de 2003 en Madrid ante una comisión de investigación del parlamento español ha reabierto el viejo dilema moral sobre la conveniencia de la reproducción masiva de imágenes en las que se observa la atrocidad de los atentados terroristas. Pilar Manjón aludió al sensacionalismo de algunos de medios de comunicación, que según su versión aprovecharon la matanza para subir sus índices de audiencia.
En este tipo de masacres indiscriminadas soy partidario de ocultar la identidad de las víctimas, pero no de censurar la crudeza de las imágenes. El periodismo debe transmitir el mundo de la manera más fiel posible, lo que significa reflejar toda la ruindad, toda la monstruosidad, toda la mezquindad de la que es capaz el ser humano, si es que merece seguir llamándose tal cuando se convierte en un asesino masivo.
Las imágenes de cuerpos desmembrados nos hacen apartar la vista de la televisión y exclamar “¡Dios mío!”. Pero lo que nos crea repulsa es también lo que nos hace reaccionar.
Contar las cosas como son (con su crudeza) puede herir algunas sensibilidades, pero también pone en marcha los mecanismos de defensa y solidaridad de toda la sociedad. Las manifestaciones en contra de los atentados no habrían sido tan masivas de haberse aplicado el control visual por el que tantos abogan dentro y fuera de la profesión periodística. Si empezamos a autocensurarnos en nombre del buen gusto, corremos el riesgo de no saber dónde parar. Sé que éste no es un debate fácil, y por supuesto está lleno de matices. Pero ante la duda, libertad.
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