Tras su victoria en el primer debate televisado de la campaña electoral británica, el candidato liberal-demócrata Nick Clegg se la va a jugar de verdad en el segundo debate, que versará sobre política internacional. Aunque el joven líder insistirá en la necesidad de dotar más y mejor a las tropas británicas en Afganistán, Cameron no dudará en sacar a reducir el europeísmo de Clegg, pecado capital en la política isleña.
A día de hoy, el Reino Unido tiene más intercambios comerciales con Holanda que con toda la Commonwealth. En gran medida, las políticas liberalizadoras de Bruselas que tanto asustan a los franceses son de inspiración anglosajona. Sin embargo, el ciudano medio británico, el ‘little Englander’, ve todavía a la Unión Europea como una conspiración sovietizante que está socavando la soberanía y la democracia del país. Si para la mayoría de los mortales del continente la política bruselesca es un potente somnífero, en la pérfida Albión la amenaza de una ‘federación’ y un ‘super-Estado’ europeo se discuten en el té de las cinco. Y no les resulta muy difícil acusar de anti-democrático a un sistema creado a partir de tratados internacionales entre Estados que ha fallado el test de su rúbrica constitucional.
Clegg no podrá escudarse en la guerra contra el terrorismo y tendrá que coger el toro por los cuernos. Deberá situar el poder de la UE en los Estados y no en la Comisión o el Parlamento, a fin de corresponsabilizar al propio gobierno británico de los males a menudo atribuídos al ente llamado ‘Europa’. Podría explotar el presunto aislamiento internacional de un gabinete Tory tomando como evidencia la reciente ruptura de los Conservadores británicos con el Grupo Popular en el Parlamento Europeo, pero ese gesto satisface más que entristece a los británicos. Aún así, no estaría de más que recordase la marcha del influyente eurodiputado conservador Edward MacMillan-Scott, que tras una histórica trifulca con la dirección del partido se ha afiliado a los Liberal Democrats.
Gran Bretaña quiere cambio. Pero no parece confiar del todo en Cameron. De ahí que la mejor coalición posible, de haberla, sería entre los Conservadores y los Liberal Democrats. Estos últimos deben hacer caso omiso a los cantos de sirena de Gordon Brown y lanzar guiños cómplices desde ya a los Conservadores, con cuidado de no alienar a su base de votantes, en su mayoría mesocracias bastante idealistas. A día de hoy, el único político por el que los británicos votarían con una mayoría clara es Vince Cable, el candidato liberal-demócrata a ocupar el puesto de Chancellor of the Exchequer. Podríamos entonces imaginar a Cameron de Primer Ministro, Clegg de Ministro de Exteriores, Cable de Exchequer, y el resto del gabinete cedido a los Conservadores.
A los Laboristas les espera una larga travesía en el desierto. No hay que olvidar, sin embargo, que estas elecciones se juegan en circunscripciones unipersonales muy pequeñas, donde el trabajo individual del diputado (y sus redes clientelares) están por encima de la filiación partidaria. De ahí que quizá puedan mitigar el desastre inevitable.
The Times quiere un gobierno fuerte para tiempos difíciles. Desde los rascacielos de la City financiera se empieza a circular el rumor de que un gobierno de coalición bajaría la calificación de la deuda pública del Reino Unido. La coalición Tory-LibDem no puede explicitarse por anticipado, pero debe insinuarse a fin de ir ganando legitimidad entre el electorado. Si Cameron resucita, es probable que todo vuelva a su cauce y la coalición sea una pesadilla pasajera. Pero si Clegg sale vivo o incluso gana el segundo debate, Reino Unido iría camino de convertise en uno de esos gobiernos de compromiso tan comunes en ‘mainland Europe’. De eso a conducir por la derecha, hay un paso.
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