domingo, septiembre 27, 2015

La voz del liberalismo


Decía Salvador de Madariaga que una de las consecuencias más nefastas del comunismo había sido el olvido del apellido liberal de las democracias occidentales. Así, el ciudadano medio cree que la no discriminación por razones de raza o religión es un valor democrático, cuando en realidad es liberal. La semana pasada los responsables del proyecto de investigación ‘Economics in the public sphere’, financiado por el European Research Council, reunieron en Londres a casi todos los directores (editors) vivos del semanario que siempre se ha presentado como la voz del liberalismo desde 1843: The Economist.

El edificio Darwin del University College of London acogió el 24 de setiembre de 2015 una mesa redonda moderada por Ruth Dudley Edwards (autora de una voluminosa historia del semanario, The pursuit of reason, en 1995) en la que participaron Andrew Knight (director desde 1974 a 1986), Rupert Pennant-Rea (director desde 1986 1993), Bill Emmott (director desde 1993 a 2006) y Zanny Minton Beddoes (la actual directora). El gran ausente fue John Micklethwait, director entre 2006 y 2014 que ahora trabaja en Bloomberg. Cuando hace unos meses se supo que Pearson iba a vender el Financial Times, se rumoreó que The Economist prodría caer en las garras de, precisamente, Bloomberg. Pero las acciones de Pearson en The Economist no entraron en el trato con Nikkei y el semanario ha blindado su independencia a costa de vender su histórica sede, el edificio brutalista de la calle Saint James en Londres.

Una de las características definitorias de The Economist es el anonimato de sus artículos. Para Andrew Night, The Economist “no va sobre personalidades, sino sobre temas: cuál es el tema de esa semana y qué posición tomamos”. El semanario es a menudo criticado por su tono doctrinario, palmario en su abuso de los verbos should y must. Pese a que no siempre lo consiguen, los directores presentes en la mesa redonda coincidieron en la preferencia de un análisis “en el que no le digamos a nadie lo que tiene que hacer, y que sin embargo nuestra posición sobre el tema quede clara”, en palabras de Night.

A decir de Pennant-Rea, The Economist es “95% democracia anárquica, representada por la redacción, y 5% dictadura, a cargo del director”. En su opinión, el anonimato de sus artículos otorga una gran autoridad al director: “todos los redactores aceptan que puedes corregir su texto en el nombre de algo más grande, el propio Economist”. Para Emmott el anonimato produce “un espíritu de responsabilidad colectiva: no sólo te preocupas de lo que escribes tú, sino de lo que el resto de redactores escriben”.

The Economist es con frecuencia caricaturizado por su habilidad para tener una respuesta o una solución mágica para cada problema. Bill Emmott recordó con humor el momento en el que el embajador de EE.UU. en Londres lo invitó a comer para preguntarle sobre el futuro de la OTAN. Emmott admitió no tener “ni la más remota idea”, pero aún así elaboró una respuesta improvisada que parecía fruto de una concienzuda reflexión. Para sus críticos, la mayoría de los editoriales de la revista son el resultado de un proceso semejante.

El anonimato de los artículos produce quizá otra consecuencia inesperada: los periodistas que quieren hacerse un nombre abandonan la revista para que se les pueda conocer por su trabajo. Tradicionalmente, la redacción de The Economist presenta un plantel de periodistas en la veintena que, protegidos por su anonimato, admonizan a lectores que les doblan la edad y que seguramente no admitirían la autoridad de la publicación si supieran que los redactores apenas han tenido la oportunidad de tener responsabilidades adultas.

El origen de los directores y de los periodistas de The Economist es, en muchos casos, la Universidad de Oxford y su Magdalen College. No obstante, según Zanny Minton Beddoes, primera mujer que dirige la publicación en su historia y que pese a su origen británico ha pasado poco tiempo en Londres, “en la redacción de The Economist hay ahora más alemanes que Old Etonians” (en referencia al Eton College, el elitista instituto de secundaria en el que se educan buena parte de los líderes británicos). A Minton Beddoes le ha tocado dirigir el semanario en un mundo convulso, no sólo por las crisis climáticas, financieras y terroristas, sino por el propio momento disruptivo en el que se encuentra la industria periodística. “Necesitamos ser algo más que un resumen inteligente de las noticias de la semana. Eso no es suficiente. Tenemos que ser una guía para el futuro. Y podemos evaluar temas actuales siendo leales a nuestros viejos valores liberales”.

¿Hace la vorágine digital más necesario un semanario analítico distanciado de las prisas del día a día? Para Andrew Night, el no tener la presión diaria de los periodistas convencionales permite a los reporteros del semanario abordar los temas con tiempo y volverse “seriamente informados” sobre el área que abordan (el semanario, no obstante, cambia a sus periodistas de sección y de destino con cierta frecuencia). Night admitió que llegó a tener una relación muy cercana con Kissinger gracias a esa distancia de las premuras diarias. En opinión de Bill Emmott, la característica clave de The Economist es “que no somos parte de ningún establishment nacional”. No estamos “in the loop”, por lo que no somos vulnerables a la presión que los ejecutivos nacionales intentan ejercer sobre los periodistas. Emmott, de hecho, llegó a ser una de las bestias negras de Silvio Berlusconi, al quien la revista situó como el ejemplo más claro de los peligros que entrañana para la democracia su contaminación por parte de los intereses del mundo de los grandes negocios.

Como todas las revistas políticas, The Economist es tan informativa como prospectiva: es decir, cuenta lo que ha pasado pero también especula sobre lo que podría pasar. Pennant-Rea cree que la gran noticia de los próximos años será la caída del Partido Comunista Chino. Dicho queda.

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